Por Inés Fernández Moreno
Para LA NACION
Mientras viví en España, además de hacerme adicta al jabugo y al "¡qué va!", me hice adicta al scrabble por Internet, con lo que suplía las charlas de café con mis amigos, los paseos con mi perro por Agronomía y otras nostalgias porteñas. En realidad, me reciclé como jugadora digital, ya que allá en la infancia solía jugarlo en vivo en su tablero de nobles fichas de madera, incluidas la "k" y la "w" -odioso tributo al origen anglosajón del juego-, que después fueron suprimidas. Jugábamos con parte de la familia literaria que me tocó en suerte y ésta era una experiencia regocijante, donde circulaban los chistes verbales, las conjugaciones disparatadas plagadas de enclíticos, como "lloverete" y las palabrejas mínimas que solía sacar de la galera mi abuela, como "ox" o "ple". En Internet ya no hay casilleros coloridos ni tanta cháchara ni tanto chiste. Somos todos jugadores anónimos, bastante asépticos, aunque, eso sí, de distintos países hispanohablantes, con lo que el léxico suele florecer en "jojolotes", "guaicas", "cojedeños" e innumerables palabras que a un rioplatense medianamente culto jamás se le hubieran pasado por la cocorota.
Pero me voy por las ramas. Yo quería hablar de la amabilidad, hasta de la simple cortesía, su pariente pobre. Un bálsamo cotidiano no tan fácil de conseguir y que, como casi todo, hoy tiene su expresión digitalizada. En el scrabble de Internet, hay una línea de chat abierta con el contrincante, lo que ha institucionalizado una mínima etiqueta vinculada con los momentos del juego: "Buenos días", "Mucha suerte", "Gracias por invitarme", etcétera. A veces un comentario de extrañeza ante una palabra desconocida. (¿"Holan"? ¿Existe el verbo "holar"? Pues no, pero sí el sustantivo "holán", lienzo o volante. Menos mal que pregunté antes de rechazar la jugada).
En estos exiguos diálogos falta la presencia viva del otro, sus gestos, su entonación: el material extralingüístico que, como dice Charles Bally, constituye "un comentario perpetuo de las palabras dichas". Además de los signos de exclamación y de pregunta y de algunas onomatopeyas, los jugadores echan mano de otros recursos. Así, un "¡bieeeeeeen!", con muchas es, revela un mayor esfuerzo amistoso, en tanto que un "bien" escueto, en el que te escamotean un mísero signo de admiración, revela el carácter mezquino del mal perdedor (¿sólo "bien" cuando le di una paliza de más de cien puntos de diferencia?). La risa compartida, el humor, tienen que recurrir a engendros nada graciosos, como "ajjj", "jajjj" o "jajajjjj". Aun así, la lengua escrita puede mostrarse flexible y pulposa. Pero estos estrechos márgenes también propician los malos entendidos. Cuando alguno me espeta: "¿Y eso?", mostrando su sorpresa ante alguna jugada, a mí, vaya a saber por qué, me cae mal. Me lo imagino dicho con desdén (para usar una palabra antigua) y tal vez me lo dijeron con toda la onda (para usar una más moderna).
Así las cosas, hasta la reciente incorporación de los emoticones a mi scrabble. Como los centauros o las sirenas, también ellos son un engendro, mitad emociones y mitad íconos. Pero no los creó ningún dios, sino un profesor experto en computación usando los caracteres del lenguaje ASCII. El primero -el Adán de los emoticones- dibujaba una sonrisa como ésta (-: para indicar que algo no debía tomarse en serio. Después se multiplicaron como conejos y más adelante se tradujeron a caritas. La idea es siempre la misma: representar emociones imitando las expresiones faciales para romper con lo que se entiende como una limitación de las comunicaciones en la Web.
Es que escribir sobre sentimientos nunca fue materia sencilla. Que lo digan los manuales y epistolarios, que todavía circulan en algunas librerías de viejo, donde se proveía al interesado de todo tipo de piezas: desde ardientes declaraciones de amor hasta inocentes invitaciones a tomar un té.
Conocidos como smileys , y en otros lugares como "caretos" (una curiosidad si pensamos en la acepción porteña de ser "careta"), los emoticones parten de las emociones básicas: risa, llanto, susto. De ahí en más, sólo se trata de graduar y de combinar estos ingredientes como en cualquier gramática. Así fue como el clásico botón amarillo con la sonrisa se multiplicó en personajitos capaces de hacer todo tipo de piruetas: hay féminas pintándose las labios, otros que se tiran al suelo y se desternillan de risa, se sulfuran, se brotan de rabia, saltan y brincan, estallan en corazones, en improperios o en lágrimas El ejército de los emoticones no deja de crecer y de invadir todos los medios digitales.
Aunque los elegidos por mi scrabble no son tantos, a veces me quedo perpleja frente a distintas alternativas. Por ejemplo, hay tres variantes de enojo. De menor a mayor: contrariedad con un pelín de condescendencia, enojo con aire amenazante de "ya vas a ver la próxima" y enojo furioso, de "sencillamente, te voy a matar". Lo mismo con las sonrisas: esbozada, semiabierta, enorme. Puedo tardar más en elegir la carita para el chat que en pensar una buena jugada. Al final, pierdo la paciencia y vuelvo a las palabras.
Sin embargo, los emoticones son a prueba de malos entendidos. Porque son ingenuos, directos, infantiles y, por lo tanto, globales. Los malos sentimientos, la rabia, la impaciencia, sólo existen como caricaturas, filtrados y amortiguados por el humor. Estas emociones muletas, aptas para ser aceptadas en cualquier lugar del mundo, son de la familia de las risas prefabricadas de los programas cómicos, de los efectos especiales de las películas de acción, de los paquetes turísticos que pagamos en cuotas, de las hamburguesas, de los culebrones, del Gran Hermano, de los no lugares
Nunca provocarán el malentendido. Jamás causarán un dolor.
Son tan fáciles de adoptar como de olvidar.
No hay sonrisa de la Gioconda en el menú de los emoticones ni caritas que reflejen el tormento de un Raskolnikov, la furia de un Otelo. Porque en ellos se han borrado la ambigüedad, la singularidad, el misterio, los terrenos propicios en que suele proliferar el arte.
Todo sea en pro de una comunicación más ágil, más rápida, más universal.
A veces me sorprendo en el espejo tratando de imitarlos. Porque si ellos fueron creados inspirándose en nosotros, nosotros podríamos recorrer el camino inverso: mimetizarnos con su forma de sentir y de interpretar penas y alegrías. Según el espejo, no siempre lo consigo, lo que me inspira una vaga inquietud. No sea cuestión de que los demás no me reconozcan y empiecen a mirarme como a un bicho raro.
Inés Fernández Moreno es autora de Hombres como médanos, entre otros libros.
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